La ideología populista jaquea al campo desde hace 70 años. El peronismo de los años 40 y 50 jugó a dos puntas. Por un lado, dio apoyo crediticio al sector. Necesitaba las divisas del agro para subsidiar la industria nacional y consolidar una base electoral urbana dentro del proletariado industrial. Por el otro, implantó la grieta que llega hasta nuestros días. Con un discurso simple y coloquial, el gobierno separó al "pueblo trabajador" de la "oligarquía terrateniente", sin diferenciar matices. El aperturismo libremercadista del sector pronto chocó con el proteccionismo estatista del populismo.
"La tierra no es un bien de renta, sino de trabajo", sostenía el gobierno, al tiempo que advertía que la existencia de tierras improductivas las exponía a expropiación.
El resto es historia conocida: control del comercio para capturar la renta agropecuaria (IAPI), retenciones "solidarias", la 125, cupos de exportación para defender la "mesa de los argentinos", intento de recrear la Junta Nacional de Granos , acusación de un ministro al sector por contaminar con gases invernaderos y plaguicidas y, ahora, el renacimiento de una épica expropiatoria detrás de Vicentin. Episodios recurrentes como la destrucción de silobolsas, la quema de lotes o el ataque a productores por fumigar y sembrar semillas transgénicas completan el cuadro.
Pero más allá de estas operaciones resonantes, el populismo inoculó un virus de lenta penetración ideológica que silenciosamente anidó en el gobierno nacional y las provincias, el INTA, las universidades públicas, el Conicet y programas nacionales. Afloran allí focos activos de "resistencia" ideológica al sector. Dos botones bastan de muestra: la "agricultura familiar" y la "agroecología". La ley de creación del INTA orientaba la agricultura familiar hacia la tecnología para "vitalizar la economía privada, elevar el nivel social de la familia rural y mejorar la competitividad del país en los mercados internacionales". Esa idea lentamente mutó hacia una errática noción de pobreza rural supuestamente provocada "por un capitalismo deshumanizado, neoliberal y clasista, con terratenientes que subordinan y expulsan de la tierra al proletariado rural". Integra su feligresía una variopinta comparsa de productores en serio (huerteros, fruticultores, floricultores), changas ocasionales, "planeros", curiosos y omnipresentes militantes, dentro de un llamativo viraje de lo rural hacia lo urbano.
Así tergiversaron también la noción de agroecología. Casi un siglo atrás, la agroecología integró la agronomía con la ecología generando una colección de buenas prácticas agrícolas que siguen vigentes. Cuba recurrió a ella cuando cayó la Unión Soviética y se cortó el subsidio de insumos vitales para producir. Los rendimientos se desplomaron, pero pudo resistir la hambruna. El gobierno cubano exportó luego la agroecología con un valor ideológico agregado que incluyó, entre otras cosas, la meneada "soberanía alimentaria". Siempre atento a lo que ocurría en la isla, el progresismo latinoamericano compró entusiastamente y convirtió una ciencia seria en una pseudociencia nivelando, por ejemplo, el conocimiento científico con el "conocimiento ancestral" de los pueblos rurales. Acompañada de mucha retórica y pocos números, la agroecología fue presentada como una alternativa liberadora frente a la agricultura convencional "capitalista, neoliberal, de gran escala y alta dependencia tecnológica", y ante las "corporaciones que nos venden semillas transgénicas, agrotóxicos y maquinarias que degradan el ambiente y envenenan los pueblos".
El lento goteo ideológico se materializó dentro del gobierno nacional en una Secretaría de Agricultura Familiar y en una Dirección de Agroecología. Manipulada por militantes, la ideología ancló en entidades públicas con extensa cobertura territorial, asegurando presencia en buena parte de la Argentina. Algunas almas puras del sector rural cayeron cautivadas ante ese canto de sirenas. Pero es hora de que despierten: cuando tengan que bajar al potrero o al lote, la realidad les golpeará la cara. El relato cae cuando los números no cierran.
Fuente: Diario "La Nación". Opinión del doctor Ernesto Viglizzo, miembro correspondiente de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria.